REFLEXIÓN DEL SANTO PADRE FRANCISCO (19.VI.22)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz domingo!
En Italia y en otros países hoy se celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de
Cristo. La Eucaristía, instituida en la Última Cena, fue como el punto de llegada de un
recorrido, a lo largo del cual Jesús la había prefigurado a través de algunos signos, sobre
todo la multiplicación de los panes, narrada en el Evangelio de la Liturgia de hoy (cfr. Lc 9,
11b-17). Jesús cuida de la gran multitud que lo ha seguido para escuchar su palabra y ser
liberada de varios males. Bendice cinco panes y dos peces, los parte, los discípulos
distribuyen, y «comieron todos hasta saciarse» (Lc 9, 17), dice el Evangelio. En la Eucaristía
cada uno puede experimentar esta amorosa y concreta atención del Señor. Quien recibe con
fe el Cuerpo y la Sangre de Cristo no solo come, sino que queda saciado. Comer y quedar
saciados: se trata de dos necesidades fundamentales, que se satisfacen en la Eucaristía.
Comer. «Comieron todos», escribe san Lucas. Al atardecer los discípulos aconsejan a Jesús
que despida a la multitud, para que pueda ir a buscar comida. Pero el Maestro quiere
proveer también a esto: quiere dar también de comer a quien le ha escuchado. Pero el
milagro de los panes y de los peces no sucede de forma espectacular, sino casi de forma
reservada, como en las bodas de Caná: el pan aumenta pasando de mano en mano. Y
mientras come, la multitud se da cuenta de que Jesús se encarga de todo. Este es el Señor
presente en la Eucaristía: nos llama a ser ciudadanos del Cielo, pero mientras tanto tiene en
cuenta el camino que debemos afrontar aquí en la tierra. Si tengo poco pan en la bolsa, Él lo
sabe y se preocupa.
A veces se corre el riesgo de confinar la Eucaristía a una dimensión vaga, lejana, quizá
luminosa y perfumada de incienso, pero lejos de las situaciones difíciles de la vida cotidiana.
En realidad, el Señor se toma en serio todas nuestras necesidades, empezando por las más
elementales. Y quiere dar ejemplo a los discípulos diciendo: «Dadles vosotros de comer» (v.
13), a esa gente que le había escuchado durante la jornada. Nuestra adoración eucarística
encuentra su verificación cuando cuidamos del prójimo, como hace Jesús: en torno a
nosotros hay hambre de comida, pero también de compañía, hay hambre de consuelo, de
amistad, de buen humor, hay hambre de atención, hay hambre de ser evangelizados. Esto
encontramos en el Pan eucarístico: la atención de Cristo a nuestras necesidades, y la
invitación a hacer lo mismo hacia quien está a nuestro lado. Es necesario comer y dar de
comer.
Pero, además del comer, no debe faltar el quedar saciados. ¡La multitud se sació por la
abundancia de comida, y también por la alegría y el estupor de haberlo recibido de Jesús!
Ciertamente necesitamos alimentarnos, pero también quedar saciados, saber que el
alimento nos es dado por amor. En el Cuerpo y en la Sangre de Cristo encontramos su
presencia, su vida donada por cada uno de nosotros. No nos da solo la ayuda para ir
adelante, sino que se da a sí mismo: se hace nuestro compañero de viaje, entra en nuestras
historias, visita nuestras soledades, dando de nuevo sentido y entusiasmo. Esto nos sacia,
cuando el Señor da sentido a nuestra vida, a nuestras oscuridades, a nuestras dudas, pero Él
ve el sentido y este sentido que nos da el Señor nos sacia, esto nos da ese “algo más” que
todos buscamos: ¡es decir la presencia del Señor! Porque al calor de su presencia nuestra
vida cambia: sin Él sería realmente gris. Adorando el Cuerpo y la Sangre de Cristo,
pidámosle con el corazón: “¡Señor, dame el pan cotidiano para ir adelante, Señor sáciame
con tu presencia!”.
Que la Virgen María nos enseñe a adorar a Jesús vivo en la Eucaristía y a compartirlo con
nuestros hermanos y hermanas.